*Por José Claudio Escribano
Podría decirse, con la liviandad con que suelen usarse las palabras en la política argentina, que el presidente Alberto Fernández, perdido por perdido, solo dispone de una vía de salvataje: un dramático golpe de timón destinado a evidenciar que no puede hacerse cargo de los resultados de tres largos años del gobierno en las sombras de la vicepresidenta Cristina Kirchner. Y, por lo tanto, que liberado de ese lastre sin otro destino que el naufragio, él pretende gobernar entre 2024 y 2027 para demostrar lo que habría logrado por sí mismo para el país si efectivamente hubiera podido gobernar.
Es posible que la aventurada tesis convenza a pocos, en realidad a nadie, y termine por arrastrar a los dos actores aguas abajo. Lo harían con más celeridad de la que traen, mientras se agarran de los pelos en lugar de agarrarse a salvavidas. Así van ellos y con ellos la Argentina.
La seriedad argumental en los cuatro períodos del kirchnerismo en el poder ha sido tan inexistente, de valor tan inapreciable para los gobernantes como el arte de administrar con eficiencia, regularidad y honor. Ha impregnado la política general con la vaciedad de una cultura, de tal forma que hasta azoran al ciudadano de a pie no solo los dislates que se vierten desde la cima oficial, sino también los que se desparraman desde el llano opositor. Como que no han tenido estos ni el tino de amenguar rencillas para aunarse en la celebración del triunfo memorable del domingo último; por el contrario, han potenciado diferencias.
Haber abatido en Neuquén a la fuerza política que gobernó allí por más de sesenta años ha sido como si las playas hubieran quedado atrás con la primera ola del tsunami que abatió estructuras políticas que habían resistido por décadas los vendavales que la habían azotado. ¿Qué decir, también, de la tamaña singularidad del primer infortunio peronista en el gobierno local de Trelew después de treinta años?
“Cuidar la palabra es cuidar la democracia”, advertía, en una reunión académica en Buenos Aires, Adela Cortina, una de las grandes intelectuales españolas, mientras finalizaban la semana anterior los aprontes electorales en Neuquén, Chubut, Río Negro, y en ese municipio de Cabrales, Córdoba, en que el radicalismo arrasó con casi el ochenta por ciento de los votos. “Cuidar la palabra es la única manera de llevar una vida compartida”, insistió Cortina. “Que se entienda lo que se dice. Si no hay comunicación no hay convivencia. La veracidad es absolutamente imprescindible para la democracia. ¿O es que pretendemos consagrar como nuevo derecho humano el derecho a ser engañados?”, dijo la catedrática emérita de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia”. Abordaba así las políticas de cancelación que pretenden otro mundo cercenando debates, destruyendo palabras y haciendo que haya que explicar de nuevo lo que desde Adán y Eva creíamos saber.
El Partido Revolucionario Institucional de México asombró con su prolongación en el poder por los setenta años que concluyeron con el cambio de siglo. Que le hayan cortado las alas en el ámbito parroquial de la Argentina a un partido que, como el Movimiento Popular Neuquino, había gobernado ininterrumpidamente por sesenta años, apenas diez menos que el PRI, acredita por igual, aunque en menor escala, una reflexión a fondo sobre lo que comienzan a decir las urnas en la Argentina.
Solo faltó que la gente de Milei hubiera logrado algo más que el modesto cuarto lugar en ese, y en algún otro espacio comicial del domingo, para que el fenómeno de cambio radical en el humor social fuera más resonante todavía. Se trataba de registrar hasta qué punto constituyen Milei y su partido, Libertad Avanza, el canal por el que se expresa, mucho más que un liberalismo dogmático emergido casi por sorpresa, un sentimiento de hartazgo cívico generalizado con la clase política. De hartazgo con el populismo peronista, desde luego, y sobre todo con su versión más adversa al orden republicano, que es el kirchnerismo, pero también de hartazgo con una oposición cuyos líderes está aún sin inspirar la confianza de que habrán de conformar un gobierno homogéneo y eficiente capaz de sacar al país de la crisis abismal en que se encuentra.
En las jornadas que realizaron en Buenos Aires la semana última las academias de Ciencias Morales y Políticas de la Argentina y España, hermanadas esta vez en el examen de “cuatro décadas viviendo en democracia”, a los aportes de Adela Cortina se sumaron otros de valía. Como el de Santiago Kovadloff, quien dejó sentado que el gobierno argentino en ejercicio del poder llegó para “borrar todas las evidencias de delito” cometidos en ejercicios anteriores de idéntico signo y despejó el camino para abordar las diferencias sustanciales entre ambas democracias.
De modo que cómo sentar las bases de un acuerdo sobre unas pocas, pero sustanciales cuestiones de Estado, si la brutalidad del cometido esencial del oficialismo impide contar con el elemento primario de la amistad social indispensable para hilar, a partir de allí, acuerdos operativos tan urgentes como los requiere este “escenario nacional de incredulidad” y de predominio de “sujetos de poder no sometidos a la ley”. De otra manera no se ve cómo podrá de verdad encenderse entre la ciudadanía la luz de una ilusión sobre lo que ocurra más allá del relevo presidencial del 10 de diciembre.
Aun así, fue interesante escuchar a Francesc de Carreras Serra, que fue padre fundador de Ciudadanos, un partido de centro en extinción al cabo de corta vida, y catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Autónoma de Barcelona. Carreras Serra explicó bien que la apelación, tan antigua como nueva, de gentes de buena voluntad de replicar en la Argentina las coincidencias multipartidarias del Pacto de la Moncloa, que llevó a la modernización y europeización de España, no es asunto de soplar y hacer botellas.
Carreras Serra dijo que Franco fue más pragmático que ideólogo, y que ya en 1959 había aprobado un plan de estabilización preparado por el secretario de la Presidencia,
Laureano López Rodó, numerario del Opus Dei y figura de máxima influencia en la segunda parte de la dictadura. Ese plan atrajo inversiones, fortaleció el turismo y fue legitimado por el Banco Mundial. O sea, España se transformó gradualmente en todos los órdenes desde fines de los cincuenta, y sobre esa España, a la muerte del caudillo en 1975, prosperó el gran acuerdo. Ahora critican la transición quienes quieren poner una historia amañada al servicio del presente político. La petardean desde la izquierda de Podemos y de otras banderías afines. Se olvidan nada menos de lo que comportó el papel de Santiago Carrillo, jefe entonces del Partido Comunista, en el éxito de la transición y los consensos logrados.
En aras de la reconstrucción económico y política de España, y de la paz social, los liberales, socialistas, y los conservadores que habían confraternizado con Franco pasaron por alto que Carrillo había sido el principal responsable en noviembre de1936, como comisario político apañado por la Unión Soviética, de la ejecución en Paracuellos de Jarama de 8000 españoles. Llamativa cifra que evoca por su coincidencia el número de desaparecidos durante el terrorismo de Estado en la Argentina, según el famoso informe del Nunca más, prologado por Ernesto Sabato.
Aquí estamos, en cambio, sin un proceso previo de desarrollo consolidado y, peor aún, con el precedente de un impresionante retroceso nacional en casi todos los órdenes. Y, es más, con una clase política fracturada como pocas veces, y sin que las condiciones objetivas adversas puedan neutralizarse por la fuerte voluntad de gestar consensos, hoy ausente, sobre grandes cuestiones de Estado.
Tal vez en el siguiente encuentro entre ambas academias, en Madrid, haya un panel sobre la unidad de la lengua española, tan apaleada por los partidarios de la cancelación y la fragmentación, y a cuenta de esa frivolidad, no solo de la política, de escatimar seriedad y firmeza al valor de las palabras. Se tomó nota de que en el reciente IX Congreso de la Lengua, en Cádiz, un escritor argentino había propuesto distinguir a los hispanohablantes de este lado del Atlántico, como “ñamericanos”.
¿Abandonar el gentilicio de “americanos”, consagrado por la historia y la lengua afortunadamente compartidas, sobre todo por los argentinos, habitantes de un confín del mundo que se entienden de maravillas con 500 millones de congéneres desparramados por el planeta? ¿Aceptaremos que las ondas anticolonialistas o de género, llevadas por su exacerbación o devenidas en caricaturas se abatan sobre la más indiscutible denotación de una cultura, que es la lengua?
Dejemos la reivindicación de la “ñ” a quienes sabían hacerlo, como nuestro gran colega Germán Sopeña, perturbado en su tiempo por el desconcierto que le causaban los primeros instrumentos electrónicos, que prescindían de la consonante inconfundible de la lengua. Llegó a firmar así: Germán Sope a.
A veces, calificar a una declaración de disparate puede conferirle el rango de respetabilidad intelectual de que en rigor carece.
(LaNación)