*Por Jorge Altamira, miembro de Política Obrera.
La importancia del lenguaje en la enseñanza no necesita explicaciones. El lenguaje no es solamente el medio de comunicación por excelencia, sino el método mismo del pensamiento. El desarrollo de la ciencia, en su sentido más abarcador, requiere de un lenguaje preciso. El esfuerzo inmenso de los mayores filósofos de la historia por el rigor de la expresión no ha obedecido a un interés de estilo, sino a la necesidad de desplegar las determinaciones del movimiento de la realidad y al desarrollo de categorías concretas.
El llamado lenguaje inclusivo no ha prosperado en la sociedad, al menos por ahora. Sigue siendo una ‘creación’, si se la puede llamar de este modo, desde arriba. Responde a una tendencia ideológica definida, que imagina la posibilidad de superar la desigualdad social entre géneros mediante el cambio de los enunciados. Es, en realidad, una tentativa de evitar que el ascenso del movimiento de la mujer se oriente hacia el socialismo. La crítica totalizante de Marx a Hegel y a los jóvenes hegelianos ha consistido, precisamente, en denunciar que el sistema de contradicciones de esta poderosa corriente de la filosofía concluía en un nuevo enunciado, no en una práctica subversiva. Por eso advirtió que el arma de la crítica, con toda su importancia, no puede superar a la crítica de las armas, o sea, de la acción revolucionaria de la clase obrera. El sistema identitario constituye una peligrosa recaída en el mundo de las identidades –negros-blancos, judíos y anti-judíos, peligro amarillo-sociedad occidental, hombres contra mujeres y viceversa-. No es casual que las grandes revoluciones sociales, en su auge, hayan abolido en la práctica todas estas ‘distinciones’.
El kirchnerismo y la izquierda democratizante impulsan con pasión el lenguaje inclusivo. Lo hacen, claro, desde arriba. Pero ni siquiera ellos lo utilizan –el discurso anti-peronista de Alberto Fernández en la Cumbre de Los Ángeles no contuvo ninguno de los jeroglíficos de la inclusividad, como tampoco el de su compañera de fórmula en Tecnópolis, cuando detonó la crisis del gasoducto. Los niños y los adolescentes, los principales protagonistas del cambio del lenguaje cotidiano, no han incluido a la inclusión en su acción transformadora cotidiana de la lengua. Tenemos la ‘onda’ para indagar sobre lo que ocurre, la ‘pálida’ para expresar fastidio con la ‘mala onda’, o el truchaje para calificar la inconducta social y personal, en especial, cuando se trata de políticos y financistas, pero no tenemos a ‘todes’ en esta universalidad. La imposición del lenguaje inclusivo, con el pretexto de la igualdad de géneros, es una acción típicamente excluyente.
El contenido riquísimo del lenguaje ha quedado de manifiesto, valga la paradoja, cuando la ministra de Educación porteña decidió “prohibir” el lenguaje inclusivo en las escuelas. El ‘furcio’, otra creación popular, de Soledad Acuña, tradujo la mentalidad represiva que anida en todo ‘libertario’. Porque aunque la enseñanza no puede ejercerse con un lenguaje desconocido para niños y adolescentes sin producir enormes dificultades al educando, eso no significa que se deba coartar la libertad de su ejercicio. Hace siete décadas, el voseo con que los alumnos se trataban en la escuela aún seguía prohibido en la escritura y la redacción, en una duplicidad que imponía el orden legal a la vida social cotidiana, o sea, un chaleco de fuerza a la creatividad colectiva. El uso del lenguaje cotidiano en la enseñanza no significa que se deba prohibir ninguna variante por parte de los alumnos. El lenguaje se desarrolla a partir de la vida social y sólo cambia con ella. En el Río de la Plata hemos hecho mierda el castellano castizo como consecuencia de la evolución del lenguaje popular.
En la disputa sobre este asunto persiste la grieta interesada entre kirchneristas y sus secuaces, y el macrismo y los suyos. Estos intereses políticos y clasistas excluyen a la clase obrera. Es una disputa trucha. Con el cambio de la expresión proletario por trabajador el peronismo impuso una fuerte modificación del lenguaje, porque lo que distingue a un asalariado es que carece de toda otra propiedad fuera de su fuerza de trabajo. ¿Logró por eso abolir la lucha de clases? Los piquetes, las huelgas, las rebeliones de masas y la huelga general florecen más que nunca.
Fuente: Política Obrera.