Es mucho lo que está en juego en las elecciones presidenciales del domingo en Brasil, tanto para el futuro de ese país como para el de América Latina. Luiz Inácio Lula da Silva, que llega al frente de una alianza que va de la izquierda al centroderecha y arriba en todas las encuestas de intención de voto con hasta 14 puntos porcentuales por encima del presidente Jair Bolsonaro, intentará consumar una impresionante resurrección política, después de que su imagen hubo sido demolida durante años por denuncias de corrupción que le valieron una condena en tres instancias, una estadía de 580 días en la cárcel y la proscripción en 2018.
En caso de que se confirme su triunfo, Brasil daría una impactante vuelta de campana respecto del escenario político que delineó durante años la operación “Lava Jato” (lavadero de autos), que logró demostrar la existencia de un vasto esquema de corrupción alrededor de la estatal Petrobras, pero que en el caso de Lula da Silva actuó con ensañamiento y sin respeto al derecho de defensa, según determinaron el Supremo Tribunal Federal (STF) y el Comité de Derechos Humanos de la ONU. El domingo estarán en juego la presidencia y la vicepresidencia, las 27 gobernaciones y sus legislaturas, la renovación de la Cámara de Diputados y de un tercio del Senado.
Lula da Silva y Bolsonaro se preparaban al cierre de esta edición para participar del último debate televisivo, el de mayor audiencia, organizado por la red Globo. La cita, en la que participaban los candidatos menores, era clave en momentos en que el líder histórico de la izquierda brasileña pelea por conseguir un voto más que la suma de sus rivales para consagrarse presidente por tercera vez sin necesidad de acudir a un balotaje el domingo 30 de octubre.
Peligro
No hay un solo sondeo ni un solo indicio que avale las denuncias del jefe de Estado sobre un fraude en ciernes con las urnas electrónicas, usadas ampliamente sin sospecha alguna en el país desde 1996. Sin embargo, esa insistencia, las acusaciones de parcialidad que no deja de lanzar a la Justicia electoral, su intento de involucrar a las Fuerzas Armadas en el escrutinio y el llamamiento de su hijo diputado, Eduardo, para que sus simpatizantes se armen delinean un escenario de enorme inquietud. Un desconocimiento de Bolsonaro de un eventual triunfo de Lula da Silva podría sumir al país más poblado y económicamente más importante de América Latina en una ola de violencia e inestabilidad, lo que ha disparado las alarmas incluso en los Estados Unidos, donde se cree que la derecha busca recrear el escenario que generó Donald Trump y que derivó en el asalto del Capitolio.
Lula da Silva tiene como activo la memoria de los aspectos más virtuosos de sus dos mandatos (2003-2010), en especial el haber abatido la pobreza extrema a un mínimo histórico. Sin embargo, esa proeza fue posible en un contexto internacional extraordinariamente favorable para los países emergentes, diferente del actual. Por otro lado, carga con la constatación de hechos de corrupción que cruzaron toda su etapa, el “mensalão” y el “petrolão”, en los que, si bien no se le han comprobado responsabilidades penales, sí le caben las políticas.
Balance
El saldo del mandato de Bolsonaro es lamentable. Politizó las FF.AA. y volvió a convertirlas en un factor de poder, con el nombramiento de unos seis mil hombres de armas en cargos de todos los niveles, incluidos importantes ministerios, la jefatura de gabinete y hasta la vicepresidencia. Además, envenenó la convivencia, impuso un discurso de odio y hasta atizó la violencia política. Interpretó al Brasil conservador que había parecido ausente desde el regreso de la democracia en 1985, pero lo hizo de un modo que, como se ve, hace peligrar la propia vigencia de las instituciones.
Su manejo de la pandemia fue espantoso, lo que se tradujo en Brasil en tasas de contagio y muerte por covid-19 que se contaron entre las peores del mundo. Minimizó el mal al calificarlo de “gripecita”, boicoteó las medidas de confinamiento que decidían los gobiernos estaduales, se mostró sin barbijo ni cuidados sanitarios, desacreditó las vacunas y demoró su compra y hasta realizó declaraciones de las que hoy, azuzado por las necesidades electorales, dice arrepentirse. “La gente muere. Yo no soy sepulturero”, declaró en una ocasión, cuando hospitales y cementerios colapsaban en varias ciudades.
Bolsonaro encarnó el auge de la derecha extrema en la región, que hace escuela en otros países, entre ellos la Argentina. Sus marcas han sido el discurso violento, el machismo, la falta de respeto a las diversidades de género, el aliento a la venta y portación de armas y políticas económicas de fuerte apertura, cuyo impacto social ha sido duro. Es cierto que sus necesidades electorales lo llevaron a ampliar las ayudas sociales, pero también lo es que Brasil es hoy un país más injusto, en el que muchos pobres han vuelto de dejar de comer.
(Ámbito)